miércoles, 29 de abril de 2009

La paridera de los pobres

Uno de los lugares comunes más lamentables es el que achaca la culpa de la pobreza al exceso de población. Las personas que lo suscriben suelen considerarse de una clase social superior y cómodamente atribuir la fecundidad de los demás a ignorancia o estupidez (eso sí, denominadas con los nombres más benévolos).

Bueno, ésa ha sido una constante en la ideología hispánica de las últimas décadas, y ciertamente se trata de ignorancia y estupidez, pero ¿quién convencerá a los estúpidos de que lo son? El día que lo comprendieran dejarían de serlo. Según ese lugar común los problemas sociales proceden de la excesiva fecundidad de la gente pobre, que después no tiene forma de sacar adelante a los hijos.

Un examen rápido a la historia humana produce desconcierto: ¿cómo ha podido difundirse tan ampliamente una suposición semejante? Primero porque la cultura sería inimaginable si la humanidad no se hubiera multiplicado en proporción muchísimo mayor que cualquier mamífero de su tamaño. Con una población de unos pocos millones tal vez no hubiera habido defensa contra una epidemia como la peste porcina. A lo mejor fue un fenómeno semejante el que condujo a la extinción de los hombres de Neanderthal que poblaron Europa hace unos cuantos miles de años.

Segundo porque un número elevado de individuos fue siempre la garantía para una comunidad de no ser esclavizada ni aniquilada por sus enemigos y de florecer en todo el proceso de humanización. El mito de la promesa bíblica a Abraham es un ejemplo. Sencillamente han prevalecido las naciones que tenían suficientes hijos para defender las posesiones de los padres y hacer producir la tierra.

Tercero porque uno de los rasgos que definen la decadencia de una sociedad es el declive demográfico: estuvo en el final del Imperio romano, época en la que se decía que los vientres se habían secado, y también está ahora en el retroceso de la antaño poderosa Federación Rusa. Sencillamente, los países mejor gobernados atraen a la población de los demás, lo cual se traduce siempre en ventajas para los miembros de la etnia dominante, tal como ocurre con los movimientos migratorios de las últimas décadas a Europa, Norteamérica y otras regiones integradas en el Occidente.

Esa manía antinatalista tiene su máxima expresión en el escritor Fernando Vallejo, cuyo fervor lo lleva a uno a preguntarse: "¿a él qué le importa que los demás tengan hijos?". Seguramente muy poco, pero la capacidad de escandalizar proclamando su aversión a la reproducción le genera protagonismo y de ahí reconocimiento y hasta dinero.

Y como he dicho, lo peor es que el crecimiento demográfico o la alta tasa de habitantes por kilómetro cuadrado se considere la causa del atraso de los países. Si eso fuera así, Uruguay y Argentina, más ricos que Japón durante la primera mitad del siglo XX, le llevarían mucha ventaja al gigante asiático. Bueno, ya que se habla de estos dos países, ¿cómo se explica que su población sea menos de una cuarta parte de la brasileña? No tiene sentido decir que Brasil tiene el triple de territorio, pues la mayor parte de ese territorio es selva tórrida poco poblada.

Sencillamente Brasil no ha estado tan mal gobernado como esas repúblicas hispánicas y durante las últimas décadas ha sido más bien un receptor neto de inmigrantes que un país cuyos ciudadanos emigren. Muchos argentinos y uruguayos trabajan en Brasil. Y cada vez más este país se vuelve la metrópoli regional (su PIB per cápita es más o menos igual al de sus dos vecinos que hablan español, con lo que su peso económico es más de cuatro veces el de los otros dos sumados).

Ciertamente, la expansión demográfica en Colombia fue durante el siglo pasado excesivamente rápida y desordenada (hace cien años escasamente habría unos cuatro millones de colombianos, hoy hay doce veces más, contando los emigrantes). Pero la reducción de la población por una caída de la natalidad o por una emigración masiva sería una catástrofe. Entre otras cosas porque respecto de sus vecinos "bolivarianos" tiene la necesidad de convertirse en metrópoli, en país de mayor desarrollo industrial y cultural que poco a poco va atrayendo emigrantes de esos países y se convierte en modelo de sus ciudadanos.

Sólo con un peso demográfico y económico abrumador de Colombia sobre sus dos vecinos (cuya población sumada equivale hoy en día a la colombiana) se podrá pensar en una integración regional: la integración es la agregación a un centro que ejerce el liderazgo, no un acuerdo que conviene a las ambiciones circunstanciales de algún condottiero.

Ojalá los próximos gobiernos colombianos tengan clara la conveniencia de atraer población de la que ha emigrado y aun población inmigrante de otros países. Los avances en la educación y en la asimilación de las nuevas tecnologías permitirán ofrecer oportunidades a mucha más gente, al tiempo que los costos de la distribución de los bienes se reducen a medida que aumenta la concentración de la población.

Por Jaime Ruiz. Columnista de Atrabilioso.

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